Hay una guitarra que no es una más. Una que no es solo madera y cuerdas, sino corazón, memoria y destino. A esa guitarra la llamo La Justiciera, y no es por casualidad.
Le puse ese nombre porque la guitarra es un instrumento justo. Muy justo. Te da lo que tú le das. Si le das tiempo, amor, respeto, te devuelve arte. Pero si la tratas con prisas o sin entrega, no suena. No te regala nada. Y eso me encanta. Porque me recuerda que en la vida y en el flamenco no hay atajos. La Justiciera me exige verdad, y por eso le tengo tanto respeto.
No es una guitarra cualquiera. Es la que me ha acompañado desde que empecé mi camino como solista. Hemos vivido tanto juntos… escenarios grandes, noches en vela componiendo, lágrimas, alegrías, viajes, aplausos, soledad… Ella siempre ha estado ahí. Y por eso, cuando la toco, no toco solo cuerdas: toco recuerdos, emociones, sueños que siguen latiendo.
Lo que siento cuando la tengo entre las manos depende del momento, claro… pero si hay algo que siempre está presente, es amor. Un amor profundo por la música. Es como si a través de ella pudiera hablar un idioma que no necesita palabras. Como si pudiera decir todo eso que a veces duele o brilla por dentro y no sabes cómo sacar. Y ella lo dice por mí, con su voz clara, con su eco flamenco.
La Justiciera ha estado conmigo en momentos clave de mi vida. En los buenos, cuando todo fluía y parecía que el arte me abrazaba… y en los malos también, cuando no encontraba la salida y ella era mi refugio. Es mi compañera fiel, mi espejo. Porque cuando toco, ella me muestra cómo estoy de verdad, sin máscaras.
Cada vez que la cuelgo del hombro, siento que me espera algo grande. No por lo que venga de fuera, sino por lo que se despierta dentro. Porque con ella, vuelvo siempre a casa: al niño que soñaba con ser guitarrista, al hombre que sigue buscando la nota que le erice el alma.
Gracias, Justiciera. Que viva el flamenco.
— Antonio Rey